César Sánchez Beras

César Sánchez Beras
Nació en el año 1962. Es doctor en Derecho (Universidad Autónoma de Santo Domingo, 1988). Ha publicado los libros: Memorias del retorno, 1993, Travesía a la quinta estación, 1994, Con el pie forzado, 1994, En blanco y negro, 1995; Comenzó a llenarse de pájaros el sueño, 1999; Trovas del mar, 2002.- Premiaciones: Primer lugar Concurso Nac. de Décimas, 1990, Primer lugar Concurso Nac. de Décimas (Cedee) 1991, Segundo lugar Concurso Nac. de Décimas Juan A: Alix; Premio Nacional de Poesía (RD) 2004 -Premio Nacional de Literatura Infantil (RD) 2004; Maestro del año, Premios Círculos Dorados, Massachussets; Elegido como maestro del año, por la premiación “Quien es quien dentro de los maestros de Estados Unidos, en fecha 2001 y 2004; Padrino del Desfile Dominicano 2003, Lawrence, Massachussets, Poeta Laureado por Cambridge College (2004). Actualmente trabaja como maestro de español y literatura en Lawrence High School, Lawrence, Massachussets, donde junto a su labor de activista cultural, se desempeña como columnista del Periódico Siglo 21 y de la Revista Imagen Hispana. * Durante el periodo constitucional 1996-2000, fue Asesor Cultural del Consulado Dominicano en Boston (honorífico).

domingo, 29 de julio de 2012

La fiesta de Todas las Almas (relato) César Sánchez Beras



Anoche acepté llevar a Mercedes y al grupo a presenciar la fiesta del Día de Todas las Almas. Caminé delante de ellos para darle seguridad en todo momento. Ella iba detrás de mí, agarrada a mi cinturón de piel y a veces al bulto que llevo a la espalda, la sentía algo asustada durante todo el trayecto. Detrás de ella venía Jimmy, el fotógrafo regordete, con ojos de sapo y sonrisa de niño bueno. Jimmy Repite cada palabra que oye como haciendo un registro de todo lo que después averiguará. Es fotógrafo por afición, pero su oficio principal es economista. Mercedes dice que es buen fotógrafo y que tiene la sensibilidad de un artista. Junto a Jimmy nos acompañó Eduard, un sociólogo con gafas gruesa que le dan un aspecto de enfermo. Es de poco hablar y parece dos personas en una. Cuando no está trabajando en su investigación es reservado en extremo, habla solo lo necesario para comunicarse y rehúye de los saludos y tratos de cortesía. Cuando llega el momento de actuar, los ojos se le avivan con un raro fulgor, las palabas le salen como amarradas unas a otra, como si las tuviera preparada de antemano. En cuestión de minutos hace montones de preguntas, y garabateas notas en una libreta amarilla que nunca deja aunque no esté trabajando.

Anoche el sonido del tambor me guiaba como si fuera una luz lejana atrayendo un barco hacia la costa. De niño yo hacía ese mismo recorrido. Iba siempre como dormido. Me dejaba invadir por el llamado de los percusionistas y me embriagaba anticipadamente pensando en los rituales que vería. A veces acompañaba a papá con más temor que entusiasmo a la celebración de la fiesta en honor a los Petró. A veces el viejo ladeaba la cabeza para asegurarse que caminaba en el sentido correcto y luego retoma la posición normal, sonriendo, convencido de que avanzaba en la ruta acertada. De niño caminé cientos de veces al lado de los mayores que asistían a reverenciar a Ogum, y me envolvía ese sonido dulzón de los tambores. Cuando llegaba noviembre, el poblado se apagaba poco a poco. Las escazas personas que transitaban las callejuelas se preparaban para el ritual y entonces surgía con más claridad la voz del monte que viajaba en la oscuridad de la noche y en el silencio del vecindario. Yo imaginaba entonces que los tocadores se acercaban, pero era una percepción errada, la realidad era que el caserío se quedaba vacio y se oía con más claridad el sonido que atravesaba la noche.

Cuando llegamos al cementerio de Gonaïves era casi media noche. Había varios grupos pequeños disperso. Un grupo mayor que formaba un círculo que rodeaba los músicos, daba las instrucciones a seguir. Las personas que formaban el grupo más lejano, limpiaba una tumba imponente con una lápida lujosa de mármol. Le arrojaban agua perfumada y tragos de aguardiente criollo. También las mujeres ponían algunas flores y velas rojas y blancas. Un segundo grupo, amarraba una cabra a una de las tumbas mientras afilaban un cuchillo para dar inicio a un sacrificio en honor a Erzulie y a Guedé.
Dos ancianas y una adolescente bailaban con los ojos cerrados contorneando los cuerpos. Las ancianas tenían vestidos de colores rojo y negro y pañuelos blancos. La muchacha vestía un pantalón azul y una blusa roja muy corta, daba la impresión que solo las dos ancianas pertenecían a la cofradía que celebraba la fiesta y que la joven había sido poseída por el rito, sin estar dentro de la celebración propiamente. Jimmy no sabía hacia donde enfocar su cámara. Cada visión le parecía digna de guardarla en su aparato, y cuando parecía que iba a concentrarse en una imagen, aparecía una nueva visión que lo asombraba más. Estaba tomando fotos de un hombre delgado como de 40 años, que se arrastraba entre los pies de las personas con la misma elasticidad que una culebra. Giró a la izquierda un momento para que no se le escapara el instante en que una mujer desangraba un gallo negro sobre una tumba sin nombre que estaba a mano derecha de la entrada del cementerio. Jimmy se acercó hasta donde un negro que golpeaba un tambor grande adornado con pañuelos rojos, verdes y amarillos. Justo cuando iba a tomar la foto, el hombre abrió desmesuradamente los ojos y dijo en creole algo ininteligible que Jimmy tomó como una alabanza o maldición. Se asustó mucho, no tomó la foto y tardó mucho tiempo en volver a usar la cámara. Le di un trago de clerén para reanimarlo pero solo bebió un poco, el resto lo escupió con un gesto horrible en la cara. Eduard, por el contrario, solo agrandaba los ojos. Tomaba notas a una velocidad increíble y de vez en cuando le preguntaba algo a Mercedes y ella a su vez señalaba o gesticulaba como respondiendo a su interrogante. Mercedes quería conocer el oficiante supremo de la Fiesta de Todas las Almas. Se llama Emmanuel, pero todos en Gonaïves le dicen “Papá”, y los menos cercanos le dicen “El Viejo”. Tanto Mercedes, como Jimmy y Edward, me preguntaron sobre los rumores de los poderes del anciano: “… Que si es verdad que él puede hacer una invocación y volverse animal… que si es verdad que puede atravesar las paredes o caminar sin dejar huellas… que si verdaderamente lo han visto levitar y subirse a las matas de coco… que si es cierto que lo han visto, en Puerto Príncipe y en Jeremie a la misma hora y el mismo día … que si yo lo he visto, como aseguran otros, comerse un vaso de cristal sin herirse en lo más mínimo o caminar entre las brazas de una fogata…”

El viejo estaba sentado justo detrás de los músicos, acariciando un perro negro de orejas muy finas y que ni ladraba ni se movía. Con la mano derecha se sostenía de en un palo que hacía las veces de bastón. Para hablar con él, había que primero tener la aprobación de una mulata descomunal que hacía de oficiante menor. La mujer tenía el pelo largo y alborotado, sobresalía en medio de los congregados, con un vestido verde que le rozaba las tobillos y cada cierto tiempo agitaba una campana y se quitaba un pañuelo de los muchos que llevaba en la cintura, para arrojarlo al fuego que había en el centro de la celebración. Yo pedí el permiso para pasar hasta donde se encontraba. Llegamos hasta él y le pedí la bendición tratando de no intranquilizarlo con la visita de los del grupo de Mercedes. Para mi sorpresa ella no preguntó nada. Jimmy ni siquiera hizo intento de sacar la cámara que ya había guardado, y Eduard escribió por unos segundo y luego se petrificó ante la mirada de “Papá” Emmanuel. El viejo retiró la mano del lomo del perro y se la pasó suavemente sobre la barba espesa que le cubría la cara y que llegaba casi hasta donde comienza su cintura. Solo cuando me acerqué para despedirme, me di cuenta que entre la barba, tenía un gran panal de avispa, las cuales entraban y salían de los pelos como si estuvieran en ebullición cosntante. No volaban de la barba, se despegaban unas pulgadas y volvían a entrar a la maraña del pelo ensortijado, sin hacer ningún ruido, casi imperceptible para quien no estuviera tan cerca. Quizás esa imagen que Jimmy no guardó y que apenas fue apuntada por Eduard, sea la razón de que las preguntas de Mercedes se quedaran atrapadas en la garganta.

Miragoane , Haiti...

De la vida alegre (relato) César Sánchez Beras




Dicen los que estuvieron con ella en unas de esas noches de besos comprados, que tenía el don de hablar con fluidez y de opinar juiciosamente sobre cualquier cosa. Vestía modestamente pero limpia, nunca se le vio despeinada, en el trayecto que hacía desde su casa en el barrio “Punta Brava” hasta la Plaza, donde se encontraba todo el comercio legal o ilegal, del Ingenio Quisqueya.

Nunca faltó por ningún motivo a las pocas reuniones que se celebraban en la escuela para conversar con los padres de los educandos de la Escuela Virgen de la Caridad del Cobre.

Caminaba pausado pero con ritmo, como si estuviera escuchando una música interior mientras desandaba los polvorientos senderos del municipio. En tiempo muerto, cuando toda actividad comercial se reducía a cero, ella, ni corta ni perezosa lavaba ropa ajena, revendía huevos o gallinas ponedoras, rifaba galones de aceite o sábanas, para el sorteo de los domingos y hay quienes aseguran que hasta ofició “horasantas” cantadas en aniversario de difuntos.

Su personalidad misteriosa agregó más misterio a mi adolescencia, así, que en la próxima zafra, cuando ella reinició su vida de prostituta de pueblo, me propuse conocer mejor ese raro espécimen de mi pueblito natal.

Durante mucho tiempo la observé con detenimiento: Ni una palabra descompuesta, ni un tono más alto que lo normal, ni un vestido con escote ofensivo, ni una falda por encima de las rodillas, ni un milímetro más del colorete acordado. Cuando reuní los 5 pesos que costaría pagar el hotel de paso, y los honorarios por servicios sexuales prestados, me aventuré pasada las nueve de la noche a buscarla en la plaza. Tuve que mentir varias veces antes de llegar a ella, pues siendo menor en un pueblo pequeño todo se conjuraba en mi contra.

Cuando cerré la puerta y ella se desamarró el pelo, quise socializar un poco para entrar en ambiente. —Usted es curiosa— le dije, privando en mas adulto de lo que era.  —Trabaja como prostituta y nunca le he escuchado una mala palabra, nunca le he visto una actitud indecente, nunca le he visto ni siquiera mover las caderas para buscar futuros clientes.

Entonces ella me miró con ojos inolvidables y me dijo... —Es que yo soy “cuero” aquí, fuera de esa puerta, está el mundo, está la sociedad, están mis hijos. Cuando ella entró al cuartucho de baño para asearse para la jornada. Puse los 5 pesos en la mesita y me fui llorando todo el camino. Toda la noche me pesaba en el alma, por muchos años sentí que la prostituta era yo.