La fiesta de Todas las Almas (relato) César Sánchez Beras
Anoche acepté llevar a Mercedes y al grupo a presenciar la fiesta del
Día de Todas las Almas. Caminé delante de ellos para darle seguridad
en todo momento. Ella iba detrás de mí, agarrada a mi cinturón de piel y
a veces al bulto que llevo a la espalda, la sentía algo asustada
durante todo el trayecto. Detrás de ella venía Jimmy, el fotógrafo
regordete, con ojos de sapo y sonrisa de niño bueno. Jimmy Repite cada
palabra que oye como haciendo un registro de todo lo que después
averiguará. Es fotógrafo por afición, pero su oficio principal es
economista. Mercedes dice que es buen fotógrafo y que tiene la
sensibilidad de un artista. Junto a Jimmy nos acompañó Eduard, un
sociólogo con gafas gruesa que le dan un aspecto de enfermo. Es de poco
hablar y parece dos personas en una. Cuando no está trabajando en su
investigación es reservado en extremo, habla solo lo necesario para
comunicarse y rehúye de los saludos y tratos de cortesía. Cuando llega
el momento de actuar, los ojos se le avivan con un raro fulgor, las
palabas le salen como amarradas unas a otra, como si las tuviera
preparada de antemano. En cuestión de minutos hace montones de
preguntas, y garabateas notas en una libreta amarilla que nunca deja
aunque no esté trabajando.
Anoche el sonido del tambor me
guiaba como si fuera una luz lejana atrayendo un barco hacia la
costa. De niño yo hacía ese mismo recorrido. Iba siempre como dormido.
Me dejaba invadir por el llamado de los percusionistas y me
embriagaba anticipadamente pensando en los rituales que vería. A veces
acompañaba a papá con más temor que entusiasmo a la celebración de la
fiesta en honor a los Petró. A veces el viejo ladeaba la cabeza para
asegurarse que caminaba en el sentido correcto y luego retoma la
posición normal, sonriendo, convencido de que avanzaba en la ruta
acertada. De niño caminé cientos de veces al lado de los mayores que
asistían a reverenciar a Ogum, y me envolvía ese sonido dulzón de los
tambores. Cuando llegaba noviembre, el poblado se apagaba poco a poco.
Las escazas personas que transitaban las callejuelas se preparaban
para el ritual y entonces surgía con más claridad la voz del monte que
viajaba en la oscuridad de la noche y en el silencio del vecindario. Yo
imaginaba entonces que los tocadores se acercaban, pero era una
percepción errada, la realidad era que el caserío se quedaba vacio y se
oía con más claridad el sonido que atravesaba la noche.
Cuando llegamos al cementerio de Gonaïves era casi media noche. Había
varios grupos pequeños disperso. Un grupo mayor que formaba un círculo
que rodeaba los músicos, daba las instrucciones a seguir. Las
personas que formaban el grupo más lejano, limpiaba una tumba imponente
con una lápida lujosa de mármol. Le arrojaban agua perfumada y tragos
de aguardiente criollo. También las mujeres ponían algunas flores y
velas rojas y blancas. Un segundo grupo, amarraba una cabra a una de
las tumbas mientras afilaban un cuchillo para dar inicio a un sacrificio
en honor a Erzulie y a Guedé.
Dos ancianas y una adolescente
bailaban con los ojos cerrados contorneando los cuerpos. Las ancianas
tenían vestidos de colores rojo y negro y pañuelos blancos. La muchacha
vestía un pantalón azul y una blusa roja muy corta, daba la impresión
que solo las dos ancianas pertenecían a la cofradía que celebraba la
fiesta y que la joven había sido poseída por el rito, sin estar dentro
de la celebración propiamente. Jimmy no sabía hacia donde enfocar su
cámara. Cada visión le parecía digna de guardarla en su aparato, y
cuando parecía que iba a concentrarse en una imagen, aparecía una nueva
visión que lo asombraba más. Estaba tomando fotos de un hombre delgado
como de 40 años, que se arrastraba entre los pies de las personas con la
misma elasticidad que una culebra. Giró a la izquierda un momento
para que no se le escapara el instante en que una mujer desangraba un
gallo negro sobre una tumba sin nombre que estaba a mano derecha de la
entrada del cementerio. Jimmy se acercó hasta donde un negro que
golpeaba un tambor grande adornado con pañuelos rojos, verdes y
amarillos. Justo cuando iba a tomar la foto, el hombre abrió
desmesuradamente los ojos y dijo en creole algo ininteligible que Jimmy
tomó como una alabanza o maldición. Se asustó mucho, no tomó la foto y
tardó mucho tiempo en volver a usar la cámara. Le di un trago de clerén
para reanimarlo pero solo bebió un poco, el resto lo escupió con un
gesto horrible en la cara. Eduard, por el contrario, solo agrandaba
los ojos. Tomaba notas a una velocidad increíble y de vez en cuando le
preguntaba algo a Mercedes y ella a su vez señalaba o gesticulaba como
respondiendo a su interrogante. Mercedes quería conocer el oficiante
supremo de la Fiesta de Todas las Almas. Se llama Emmanuel, pero todos
en Gonaïves le dicen “Papá”, y los menos cercanos le dicen “El Viejo”.
Tanto Mercedes, como Jimmy y Edward, me preguntaron sobre los rumores de
los poderes del anciano: “… Que si es verdad que él puede hacer una
invocación y volverse animal… que si es verdad que puede atravesar las
paredes o caminar sin dejar huellas… que si verdaderamente lo han visto
levitar y subirse a las matas de coco… que si es cierto que lo han
visto, en Puerto Príncipe y en Jeremie a la misma hora y el mismo día …
que si yo lo he visto, como aseguran otros, comerse un vaso de cristal
sin herirse en lo más mínimo o caminar entre las brazas de una
fogata…”
El viejo estaba sentado justo detrás de los músicos,
acariciando un perro negro de orejas muy finas y que ni ladraba ni se
movía. Con la mano derecha se sostenía de en un palo que hacía las
veces de bastón. Para hablar con él, había que primero tener la
aprobación de una mulata descomunal que hacía de oficiante menor. La
mujer tenía el pelo largo y alborotado, sobresalía en medio de los
congregados, con un vestido verde que le rozaba las tobillos y cada
cierto tiempo agitaba una campana y se quitaba un pañuelo de los muchos
que llevaba en la cintura, para arrojarlo al fuego que había en el
centro de la celebración. Yo pedí el permiso para pasar hasta donde se
encontraba. Llegamos hasta él y le pedí la bendición tratando de no
intranquilizarlo con la visita de los del grupo de Mercedes. Para mi
sorpresa ella no preguntó nada. Jimmy ni siquiera hizo intento de sacar
la cámara que ya había guardado, y Eduard escribió por unos segundo y
luego se petrificó ante la mirada de “Papá” Emmanuel. El viejo
retiró la mano del lomo del perro y se la pasó suavemente sobre la barba
espesa que le cubría la cara y que llegaba casi hasta donde comienza su
cintura. Solo cuando me acerqué para despedirme, me di cuenta que entre
la barba, tenía un gran panal de avispa, las cuales entraban y salían
de los pelos como si estuvieran en ebullición cosntante. No volaban de
la barba, se despegaban unas pulgadas y volvían a entrar a la maraña
del pelo ensortijado, sin hacer ningún ruido, casi imperceptible para
quien no estuviera tan cerca. Quizás esa imagen que Jimmy no guardó y
que apenas fue apuntada por Eduard, sea la razón de que las preguntas
de Mercedes se quedaran atrapadas en la garganta.
Miragoane , Haiti...
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