Nadie tuvo su cuerpo
de desnudez salobre como las caracolas.
Ningún amor se vio en sus ojos de nubes,
ni bebió de su boca
las silabas terribles con que nace un conjuro.
Nadie besó sus senos.
Ningún fantasma pudo atravesar descalzo
el risco de su espalda quebrándose en la lluvia.
Nadie la vio quitarse
ese viejo vestido de las hojas caídas.
Nadie escuchó sus pasos saliendo del insomnio,
ni vio la nieve roja que alumbraba su sexo.
Solo yo estuve allí.
Mirando levitar su lúgubre mortaja,
con el ojo perverso con que mira el asombro,
con la muerte impaciente deletreando su nombre.
©César Sánchez Beras
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