|
Paradojas del deseo. Manuel López Olivares
|
Se hacía llamar Akin el Mago, pero antes en otros poblados, había probado suerte, llamándose Sandokán, Kalim y el Príncipe Absalón. A sus 70 años, sus cansadas piernas ya no le permitían subirse al monociclo y hacer las suertes de antaño. El glaucoma avanzado había dado cuenta de sus ojos antiguamente vivaces y sus manos temblorosas ya no permitían la agilidad necesaria para el malabaris ...mo. ¿Pero, qué hacer? Había venido rodando de pueblo en pueblo, fracasando en todos los escenarios improvisados para sus actos, ya no le funcionaba el viejo truco de rebautizar la función con nombres estrambóticos. Su fama de mago mediocre había cruzado los linderos y su ganada fama de mago malo, llegaba antes que él a los pueblos que celebraban fiestas patronales. Pero había que intentarlo todo, había que gastar el último cartucho de la esperanza y conseguir unos cuantos pesos para seguir muriendo. Logró que le rentaran una antigua sala de cine de pueblo y con una promesa futura de pago, comenzó a promover que ese mismo domingo que “el poblado de Altamira conocería los increíbles actos de magia y las prestidigitaciones del mejor mago del mundo…”. Cinco minutos antes de la función solo había en el recinto, tres niños sentados en la primera fila, a la hora señalada para el inicio, sumaban 20 personas adultas y 12 pequeños, pero el mago, se dio un poco de tiempo para conseguir más dinero por las entradas. Justo media hora después del tiempo señalado para la función, apareció con un semblante entre triste y esperanzado, con la rara aura de quien vislumbra una caída, envuelto en una capa que en un tiempo fue azul turquesa, y un turbante de una blancura difusa. Comenzó con el viejo truco de la carta marcada, pero un parroquiano voceo desde el fondo, antes de que Akin terminara, que la carta estaba en la manga derecha. Akin ni se inmutó, estaba acostumbrado a esos percances. Continuo con la suerte de la moneda que desaparece, pero ahora, fue una mujer de aspecto agresivo, que gritó: “…Yo he visto esa vaina tantas veces, que lo hago mejor que él, la moneda está en el hueco de la otra mano…” La risa de la audiencia casi desarma la voluntad de Akin. Esta vez el mago se jugó su mejor carta, prometió sacar de su sombrero el animal doméstico que pidiera alguien del público, pero no lo dejaron continuar, todos empezaron a salir de la vieja sala del cine, primero los más adultos, luego las mujeres y por último algunos niños. Akin miró la estampida y se derrumbó para siempre. Cerró los ojos y se echó a llorar en uno de los bancos de la primera fila, y no pudo darse cuenta, que una niña que se negaba a abandonar la sala, fue la única testigo de su último y verdadero acto de magia: de sus ojos de viejo, junto con las lágrimas de su fracaso, brotaban conejitos de colores, mariposas azules, y unos sapos verdes con lunares negros, que se perdían bajo los bancos del viejo cine de Altamira.
©César Sánchez Beras
No hay comentarios:
Publicar un comentario